Ya hemos dicho con anterioridad que el hombre, a lo largo de la
historia, ha estado propenso a humanizarse o deshumanizarse;
que potencialmente lleva en sus entrañas el signo de la contradicción
y de la ambigüedad. Lo mismo puede realizar acciones
para su perfeccionamiento moral como para su empobrecimiento
como ser humano.
La indiferencia ante los valores de la vida humana, la no
valoración con un sentido ético de su existencia y la de los demás,
la anulación misma del valor con base en una actitud donde reina
la creencia “del todo vale”, misma que pasa por encima de los valores humanizantes (justicia, respeto, dignidad, igualdad, tolerancia,
solidaridad, entre otros), todo ello pone de manifiesto la existencia no
de la crisis de una moral en particular, sino de una crisis más global y
estructural que involucra algo más radical: la erosión de las bases espirituales
de la moral constitutiva y, por ende, de la condición humana actual.
Esta fundamentalmente tiene que empezar no sólo por la reflexión
y toma de conciencia sobre la pérdida creciente del sentido ético de la
vida en la actualidad, sino por la práctica cotidiana de comportamientos
con base en una nueva “dirección” u “orientación de la vida humana”
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